dimarts, 8 d’abril del 2014

Aquí

Ignoro por cuanto tiempo prolongaré mi cuarta estancia aquí, en Puebla, capital del estado mexicano del mismo nombre. Sólo Martina, mi hija, me obliga a considerar una fecha concreta de retorno a Barcelona, la ciudad en que nací y donde he vivido durante los 46 años de mi vida. O, más de acuerdo con la realidad, mi hija y los engorrosos asuntos laborales y fiscales que siempre complican, por no decir enlodan, algo que debería ser tan sencillo como el traslado a otra parte del planeta. A escala cósmica, ¿qué son 9.500 kilómetros? Pura nada. La entera Tierra es nada.

Una mudanza transoceánica es lo suficientemente cara como para que, a pesar de estar cómodamente instalado en casa de Tábatha (mi adorada novia poblana), eche en falta mis discos de vinilo, mis libros y mis películas. Espero, no obstante, solucionar este asunto en un tiempo relativamente corto. En el peor de los casos, antes de que termine el año.

Aunque recientes problemas vesiculares parezcan demostrar lo contrario, me he adaptado extraordinariamente bien a los usos gastronómicos del país. (Tiempo habrá de pormenorizarlos en entradas posteriores). La sequedad del clima es una bendición; tener la playa más cercana a 10 horas de coche me parece un mal menor cada vez que recuerdo la pegajosa humedad de Barcelona y sus perniciosos efectos sobre mi estado de ánimo. Desde que llegué, el 26 de marzo, el sol ha brillado casi ininterrumpidamente en el cielo poblano, uno de los más luminosos que he contemplado. Dejé mi ciudad con 10 grados centígrados y aterricé en el DF con 20. Primavera de golpe. O casi verano.

Cierro los ojos. Pájaros, alguna voz a lo lejos. Por la ventana abierta de la sala en la que escribo entran y salen Titi, la gata de Tábatha, y Linx, mi gato, al que he obligado a cruzar el Atlántico y que trata de acomodarse a su nuevo hogar, de buscar espacios confortables y hacerlos suyos. Como yo.

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