diumenge, 20 d’abril del 2014

En la piedra donde florece el tunal

Dos días en Ciudad de México, capital del estado, también conocida como Distrito Federal o simplemente como DF. En esta monstruosidad de 1.500 kilómetros cuadrados habitan más de 20 millones de almas. Cuando uno aterriza en ella (literamente “en ella”: el aeropuerto está DENTRO del trazado urbano) puede percibir desde el avión la desmesura de su desarrollo: la alfombra de edificaciones se pierde en el horizonte, en todas direcciones.

Aunque la altura (2.240 metros sobre el nivel del mar) es aún mayor que la de Puebla, el smog compone un aire espeso que ensucia el azul del cielo allí donde lo mires. No se le pudo encontrar emplazamiento menos confortable: sobre el lago Texcoco y en la intersección de la Falla de San Andrés y la Falla Mesoamericana, Ciudad de México está, además, rodeada de volcanes. No es de extrañar que sus habitantes tengan bien presente el protocolo de actuación en caso de seísmo. Difícilmente se olvida que en 1985 un devastador terremoto se cobró aquí 10.000 vidas y derribó 100.000 estructuras.

Nuestro hotel está a 10 minutos del centro histórico. Hay tanto que ver y sólo 48 horas... Breve visita al museo de Bellas Artes, donde los murales bolcheviques de Rivera, Siqueiros, Tamayo y González Camarena imponen por su monumentalidad, y paseo interminable en busca la terraza del del Centro Cultural España: las cuadras son enormes, más extenuantes que las de Londres, y callejeamos hasta reventarnos las suelas.

Al día siguiente nos vemos obligados a escoger: ¿Antiguo Colegio de San Ildefonso, Exposición sobre los mayas en el Palacio Nacional o Templo Mayor? Templo Mayor: ahí están las ruinas de Tenochtitlan, la antigua capital del imperio mexica. Tal parece que las tropas de Cortés la hubieran cortado al ras y a guadaña para que la vista de la catedral, sobre sus restos construida, certificase la victoria cristiana sobre la cosmogonía azteca. En el museo del templo la imaginería mexica resplandece de sed de venganza: águilas y jaguares y serpientes y ranas y pumas adornando máscaras, cuchillos de sacrificio, instrumentos de viento y percusión, piedras de sol. Una enorme figura de Tláloc, deidad del ciclo del agua, se sujeta el hígado colgante, amenazador como un Cristo.

Comemos en el patio de El Pasagüero: guacamole con totopos, sopa de migas, tacos de pescado rebozado y tiras de huachinango crudo adobado, con ocho salsas a nuestra disposición y las cervezas a la temperatura que a mí me gusta, rozando la congelación. A Tabatha se le pasa súbita y misteriosamente el dolor de barriga. 10 euros por persona. No sólo Puebla es insultantemente más barata que Barcelona.

Al caer la noche bajamos a la Plaza Garibaldi, muy parecida a la Plaza Real en 1984 aunque entre ambas no se dé la menor similitud arquitectónica. Puro territorio de mariachis y gentes de mal vivir. Y turistas audaces. Recalamos en la solera del viejo Tenampa, donde nos pedimos mezcales, coronas y rones, y pedimos a un grupo de mariachis que nos cante Me sacaron del Tenampa, claro.

A la mañana siguiente, justo antes de regresar a Puebla, un terremoto de escala 7’7 sacude el DF. La habitación se balancea como un tiovivo y no puedo dar crédito a esa experiencia hasta que Tabatha me pregunta: “¿sentiste el temblor?”. Salimos del hotel con el tiempo justo de recoger nuestras ropas y orinar. En los pasillos la gente grita, pero en la calle los camareros llevan bandejas aquí y allá como si nada anormal sucediera. Sólo un susto. Está bien. Está muuuy bien. No me gustan las ciudades que sólo muestran el lado guapo de su cara.

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